El amable butanero,
agobiado por el calor de agosto,
acosado por la persistente competencia del gas ciudad,
y acaso enamorado,
aparcó su camión de color naranja al borde mismo del acantilado,
se echó al hombro endurecido su vieja bombona de la suerte,
y se adentró en el mar.
Pero las bombonas flotan,
por eso tuvo que abandonarla en la orilla,
como se puede ver en las fotos,
porque abrazado a su amiga
le era imposible sumergirse.
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